Entre Modigliani y Pissarro 10/8/2018
Maria Claudia Otsubo
Literatura, relatos, poemas, novelas

Se deja caer en la silla que le indican, la respiración agitada porque las últimas cuadras las ha hecho casi corriendo. Avergonzado por haber llegado tarde, se sienta en silencio como un niño que ha cometido una falta, en penitencia. Entonces es cuando descubre, al revelar los pantalones la desnudez peluda de sus tobillos, que ha olvidado ponerse medias y, además, que uno de los mocasines está casi arruinado, culpa de un verdín oscuro que piso un rato antes al cruzar uno de los puentes sobre el Sena. La situación no tiene remedio, enseguida comprende, resignado y, frente a lo irreparable, como tantas otras veces, primero suspira y luego hunde la cabeza entre los hombros, abatido.

En la sala sin ventanas, siente la falta de aire; la ausencia de reloj le hace perder la noción del tiempo y el calor comienza pronto a transformarse en un molesto sudor, una humedad pegajosa que se le aloja bajo las axilas y en el borde del cuello.

El mundo se ha confabulado hoy en mi contra, solo es capaz de pensar, y esa certeza lo hace sentir aún más incómodo; desubicado, reflexiona luego buscando la palabra exacta, la que, en definitiva, no logra aligerarle el peso de su sentimiento.

Solo son sus ojos los que logran distraerlo por un rato, lanzados en un deambular aburrido y sin sentido por la sala. Hasta que un cuadro, desde donde Jeanne Hébuterne lo mira seductora, los detiene por completo. Por un instante imagina que esa mujer intenta hablarle, confundiendo quizás su desaliñe con la bohemia parisina de un amante.

Pero lo mío no es descuido voluntario, querida, le susurra desde su asiento; si realmente me vieras, tus ojos no dejarían de advertir, de inmediato, que es tan solo torpeza pueblerina.

En la pared que enfrenta el cuadro de Modigliani, un anciano de barba blanca y oscuras cejas negras lo mira con tanta persistente curiosidad que, intimidado, nuestro hombre se ve obligado a bajar la vista.

Al hacerlo se enfrenta otra vez a sus piernas y de nuevo al dilema de qué es lo que deberá decir cuando lo reciban. ¿Deberá pasar por alto su estado calamitoso?, ¿sería más conveniente anticiparse y esgrimir una disculpa por no haber tenido tiempo para cambiarse?, o ¿debería aferrarse quizás a esa excusa que no suele fallarle: la de que la vida de un oscuro profesor de provincia tiene esos avatares?

Los minutos continúan pasando en la sala de recibo donde lo han depositado, casi como con pena, hasta que finalmente logra escuchar unos pasos y por fin aparece en escena su anfitrión.

«¡Profesor, qué gusto! ¡Es un honor para mí tenerlo en esta casa!», exclama extendiéndole una mano, ajeno por completo a todas esas complejas tribulaciones en las que se ha visto envuelto su invitado mientras lo aguardaba.

Sorprendido por tan cálido recibimiento, el profesor se levanta de inmediato, correspondiendo a su colega con un gesto similar de su brazo. Ya no le importa si está mal o bien vestido, porque de pronto se siente un príncipe, un elegido del palacio.

Es por eso que, mientras va dejando el recibidor, es que puede animársele con un guiño a la Hébuterne, e incluso al otro cuadro, donde le parece advertir por el rabillo del ojo, algo así como una sonrisa de disculpas en la cara del anciano, ese que lo miraba sin disimulo y que ahora, deberá conformarse con su soledad de autorretrato.

 

 


Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional. Escritora Argentina

 

 

 

literatura María Claudia Otsubo escritoras argentinas relatos
escritoras latinoamericana narrativa argentina poemas literatura sudamericana