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daniloalberovergara 12/26/2016 4:36:09 AM
daniloalberovergara
Full Fathom Five
Escritor argentinos, literatura latinoamericana
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Tags literatura relatos ensayos literarios escritores argentinos Danilo Albero Vergara escritor latinoamericano narrativa argentina narradores argentinos
 
Relatos, cuentos, ensayos literarios, escritor argentino
 

Antes de viajar a Estambul me informé sobre la historia moderna de Turquía y, de paso, retrocedí, muy a vuelo de pájaro, hasta la caída de Constantinopla. En algún momento de estas lecturas previas, tuve una suerte de locura a lo Quijano y, a la luz de lo que fui aprendiendo, llegué a fabular cómo habría evolucionado la historia contemporánea -y también el mundo contemporáneo y la división geográfica de Medio Oriente- si la flota de Alí Bajá hubiera derrotado a la de Juan de Austria en Lepanto.

Ya, al recorrer la ciudad, descubrí que, entremezclada con la arquitectura urbana florecían las trazas de la antigua Bizancio, plenas de mensajes e historias desconocidas, y yo ignoraba todo sobre el imperio bizantino. Como en La tempestad de Shakespeare y en el cuadro alusivo de Pollock, Full Fathom Five, hay historias cuyos fragmentos permanecen ocultos a simple vista o, mejor, hay fragmentos que obran como sinécdoques, pueden mostrar más la totalidad que la totalidad misma.

Este descubrimiento hizo que el plan de recorrido previsto de la ciudad fuese modificado sobre la marcha, lo cual le agregó un sabor extra al estar sumergido en una sociedad donde la única posibilidad de comunicación, para quien no viaja en un tour con guía bilingüe, es encontrarse con alguien que hable inglés o francés. Portugués es ya mucho más difícil -sin embargo en turco naranja se dice "portakal", esta palabra es interesante porque es derivada de Portekiz, portugués. Los portugueses introdujeron los naranjos en Turquía-. Ahora, cambiar in situ del plan para recorrer una ciudad por primera vez, no me desagrada, es una modalidad de "turismo aventura urbano" que vengo practicando hace años.

Alguna vez fui amante de la naturaleza, en mis años juveniles practiqué con método y tenacidad la escalada en roca y hielo y, cuando viví en Río de Janeiro, me entusiasmé con el buceo en apnea. Pero en esa ciudad empecé a incubar una manía que, con el tiempo, se constituyó en hábito, cuando íbamos a la playa con mis amigos, junto con los diarios y el libro que estaba leyendo, llevaba el Larousse Ilustrado. Ahora lo soluciono consultando diccionarios en línea. Cuando leo algo, si encuentro una palabra que no conozco es una panne total, me empaco como una mula y me paralizo. En casos extremos, por ejemplo un viaje, subrayo la palabra, anoto la página y el renglón en la portadilla y, ni bien puedo, busco el significado. Conmigo nunca funcionó aquello de "comprender una palabra en el contexto".

De esta manía evolucioné a un turismo cada vez más urbano y distante de la naturaleza, lo mío son librerías, bibliotecas, edificios, puentes, museos, estatuas; todo lo que abarque la definición de "paisaje urbano" -exceptúo acuarios, zoológicos y serpentarios, no jardines botánicos-. De cada lugar que visito me llevo fotos, recuerdos, tickets, entradas, guías, nombres de calles, referencias literarias y fragmentos de mi paso, registrados en mi diario o en una Moleskine. Me gusta que una ciudad me sorprenda con relatos ocultos e inesperados; como Estambul.

Dentro del universo de los museos, los de guerra me parecen los más literarios. Junto con las enormes piezas bélicas que exhiben, los objetos personales, o fragmentos de cualquier cosa, son por demás locuaces. Del imponente National WWII Museum de New Orleans, una carta o equipo íntimo de un GI, de un Landser o un Tommy, son más expresivos y gárrulos que aviones, tanques, maquetas, dioramas de batallas, cañones, lanchas de desembarco, motocicletas, camiones o panoplias. Tengo una foto de Beatriz posando al lado de un fragmento de hormigón armado de la miríada de ellos que bloqueaban el acceso a las playas de Normandía el 6 de junio de 1944, le llegaba a la altura de la cabeza y casi la duplicaba en espesor. Es difícil imaginar cómo se las amañaron para sortearlos los soldados que desembarcaban, empapados, trabados con todo su armamento y equipo, con cuarenta o más kilos de peso en sus espaldas y bajo una tenaz lluvia de homicidas balas alemanas.

De este museo, recuerdo haber leído, hace un par de años, la historia de una octogenaria que, en una visita, encontró en una vitrina el diario de su novio, que había combatido en el frente del Pacífico, junto con la última carta que ella le había enviado. Ciertamente el novio leyó la carta, pero no llegó a responderla, porque fue muerto, en 1944, por el disparo de un sniper japonés.

En el Musée de l'Armée en Paris, un taxi del Marne, la maza británica para rematar caballos heridos -en la primera guerra mundial murieron más de ocho millones de caballos-, ¿por qué no rematarlos de un tiro? -requiere una dosis de sadismo institucionalizado elaborar, como parte del equipo provisto, mazas para rematar caballos- o dioramas de trincheras con sus defensas de alambre de púas me remitieron a las páginas de Erich María Remarque, de Peter Englund, a los poemas de Sigfried Sassoon o las xilografías de Otto Dix.

En este museo tomé una fotografía del cañón de un fusil francés Lebel, torcido como una herradura, donde todavía se distinguen la recámara y el cerrojo. Todo lo que acompañaba al arma estaba constituido por materia orgánica: culata de madera, correa de suspensión y soldado -“poilu”- con uniforme completo, y se sublimó, por la alta temperatura generada con el impacto de un proyectil de artillería. No puedo dejar de unir esa fotografía con una de las mejores novelas que he leído este año: Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre.

En el Museo de Arqueología de Estambul, un par de eslabones de la enorme cadena que cerraba el acceso al Cuerno de Oro durante el asedio turco a Constantinopla, en 1543, previo a la conquista de la ciudad, me llevaron a las páginas de El ángel sombrío de Mika Waltari.

En el Imperial War Museum de Londres -franqueados los dos imponentes cañones navales de 15 pulgadas que flanquean el acceso-, me demoré viendo los efectos personales de los combatientes, o los documentos falsificados por prisioneros de guerra para utilizar sus fugas, o el detalle de los alimentos de las cajas de "Raciones K" que consumían los soldados norteamericanos; tomé nota: "incluían cigarrillos, fósforos, papel higiénico, chicles, desayuno, almuerzo y cena y aportaban alrededor de 3000 calorías".

A pocas cuadras del National WWII Museum de New Orleans está el modesto pero elocuente Louisiana's Civil War Museum. Llené un par de páginas de una Moleskine con notas de las que rescato algunos objetos con sus historias. El primero de ellos, un sombrero de paja bastante usado: "This hat was made by Miss Josephine Lampton for her brother, James J. Lampton, company K, 13th Mississippi Infantry. Miss Lampton made this hat from pine straw. Private Lampton wore this hat until he died in battle, July 1864". Los otros, en consonancia con la carta de la novia a su enamorado en el frente del Pacífico, un par de botas, una espuela, un guante de mujer y un pequeño corazón de papel: "Alexander Dimitry, Private in the 13 th Virginia Cavalry, killed July 8 1863. 1867, disenterred for reburial in a more suitable place, his body an effects were found to be in a excellent state of conservation". Dentro de los efectos personales: "A small paper heart accompanies the glove, a gift for his sweetheart Miss Maude Shields".

El sábado 12 de noviembre leí un artículo de la última página de El País:"El capitán que emergió del fango un siglo después". Hablaba de los miles de muertos sin identificar de la primera guerra mundial que, de tanto en tanto, aparecen en la llanura belga; pero ahora se trató de un hallazgo afortunado: junto con un cráneo, trozos de una columna vertebral y un fémur, descubiertos por una excavadora mecánica, aparecieron un silbato militar, un medallón y un par de prismáticos oxidados. Estos tres objetos, luego de limpiados, revelaron una característica que los emparentaba: todos tenían las iniciales H.J.I.W. Cotejados estos restos con otros hallados en la zona se pudo saber el nombre y apellido del esqueleto incompleto: el capitán neozelandés Henry John Innes Walker, fallecido el 25 de abril de 1915 en la batalla de Ypres. Tenía 25 años y muchas de sus cartas a su familia fueron publicadas en los diarios de su país; una, días antes de su muerte, dice: "No hay demasiadas noticias hoy. Tanta lluvia como siempre, y las trincheras llenas de barro pegajoso, pero hoy, por primera vez en semanas ha salido el sol y es glorioso". Parece un cuento de Saki.

Jackson Pollock es uno de mis pintores favoritos del siglo XX, cada vez que estoy frente a Full Fathom Five (literalmente: "A cinco brazas de profundidad") siento una suerte de vértigo. El cuadro está inspirado en un pasaje de La Tempestad de Shakespeare: "A cinco brazas de aquí / yace el cuerpo de tu padre. / Corales son ya sus huesos, perlas sus ojos. / Nada de él se ha dispersado. / Todo él en mar se ha transformado / es algo hermoso y extraño". En los años '90 del siglo pasado, una radiografía, que se le tomó al cuadro en un taller de restauración, reveló que debajo de las capas de pintura hay una silueta humana realizada con pintura que contiene plomo, además de llaves y botones, colocados en relación a la figura, que luego se ocultó con sucesivas capas de pintura aplicadas con la técnica del dripping.

Como el capitán Walker, que emergió del fango en Ypres 101 años después de muerto, el sombrero de paja de James J. Lampton, el guante y el corazón de papel de Miss Maude Shields, se me hace que cada pasajero de subterráneo, ensimismado en la pantalla de su teléfono celular, está pintando su versión de Full Fathom

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